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6.4.06 

Articulos de Opinion 6-4-06


Ignacio Lewkowicz entrevistado por Luis Gruss- Campo Grupal Nº 56 - mayo de 2004

Todo lo sólido se desvanece en la fluidez...

Rosa Montero, la conocida periodista y escritora española, advirtió a los entrevistadores que deben estar muy despiertos durante cada reportaje que encaren. "Puede ser que esa sea la última vez que vean a esa persona", señaló con acierto. Yo no sabía, cuando una tarde más o menos reciente fui a dialogar con Ignacio, que esa iba a ser mi última oportunidad con él. Y debo admitir que no estuve tan despierto como Rosa Montero aconsejaba. No estuve, como se dice, a la altura de las circunstancias. Me llamó la atención, eso sí, la manera que tenía el hombre de responder a mis preguntas. Me sorprendió porque antes de contestar el tipo reflexionaba, una actitud para nada habitual en los diálogos periodísticos aún con pensadores, filósofos y gente acostumbrada al trabajo intelectual. Y, también, porque sus respuestas eran, por sobre todo, una andanada de nuevos interrogantes. Recuerdo, por ejemplo, que cuando le pregunté sobre la vieja idea de cambiar el mundo esa que él y yo y tantos sosteníamos en otras épocasme replicó: "¿es que acaso existe, entre tantas situaciones disímiles que vemos ahora, una cosa única y sola llamada mundo?". Yo, medio en broma medio en serio, y aún sin abandonar del todo mi estado de somnolencia (la entrevista se concretó a la hora de la siesta) deslicé: "entonces no hay futuro". Y él, casi susurrando, respondió: "lo único que sabemos del futuro es que será distinto al presente". Lo que sigue es apenas una parte de la entrevista original. Le quité aquellos tramos demasiado vigentes entonces y que hoy perdieron interés. Entiendo que leer una entrevista a alguien que ha muerto es algo por lo menos extraño. Las palabras quedan saltando como restos vivos de un naufragio. Uno las mira casi con la misma angustia del que se ve en un espejo que ha reflejado a una multitud de seres que ya no están. Aceptemos, entonces, que este reportaje es un espejo antiguo donde todavía resuenan voces e ideas que creíamos para siempre apagadas.

L.G.

Escribiste hace poco que la noción de crisis -concebida como un modo de transitar hacia otras formas de organización o de desorganización de la experiencia- ya no alcanza para concebir el grado de radicalidad de cierto nuevo modo de ser y existir. Incoporaste entonces el concepto extremo de catástrofe. ¿A qué te referís exactamente con la nueva denominación?

Llamo catástrofe no sólo al derrumbe de todo un conjunto de instituciones, no sólo a la caída, sino al desfondamiento del suelo sobre el cual el edificio social se apoya; es algo así como el advenimiento de la era de la fluidez, lo cual no significa que todo sea calamitoso, es, sí, un cambio muy drástico en las condiciones de experiencia. En medio de esa circulación surgen cohesiones, no es pura dispersión, hay fenómenos de aglutinamiento absolutamente sorprendentes. Hablo de fenómenos que resultaban imposibles de concebir en el medio sólido.

Por ejemplo cuáles.

Hablo, por ejemplo, de todo el entramado que se organizó alguna vez entre nosotros. Hablo de los cacerolazos, de las asambleas de barrio -ya en vías de extinción-, de la relación entre vecinos y la ocupación y puesta en funcionamiento de las fábricas abandonadas. Esas fábricas que de repente pertenecen más al barrio que al gremio o a una clase; es como si en el medio fluido se pudieran producir conexiones entre puntos que estaban muy lejanos y a su vez se pudieran producir separaciones entre puntos que estaban como soldados.

Hablás de la era de la fluidez.

Para mí lo propio del medio fluido es que la conexión entre dos puntos cualesquiera es siempre contingente: nunca está asegurada. Como las parejas, como la vida, como todo. De repente en una reunión barrial a alguien se le ocurrió que una compra comunitaria los podía poner en contacto con un conjunto de verduleros pero también que los podía contactar con los que suelen estar de guardia en el hospital los domingos y que se puede armar un hilván muy fino pero decisivo. Son ámbitos muy distintos que por razones equis se cohesionan; el agrupamiento se da por problemas compartidos y no porque todos estábamos encuadrados. Lo que tenemos en común es un problema y no una identidad.

La lectura que estás haciendo de algunos hechos que los argentinos vivimos a partir de diciembre de 2001 parece diferir de la visión marxista, clasista, convencional.

Es posible. Pero si vamos a hablar del marxismo hagámoslo en serio. A mí me impresionó mucho cómo después de las revoluciones de 1848 Marx decide volver a pensarlo todo de cero. Un amigo mío dice que la diferencia fundamental entre los intelectuales franceses, italianos y nosotros es que ellos toman sus coyunturas como grandes temas de pensamiento. Y nosotros también, tomamos sus coyunturas como grandes temas de análisis. O sea: miramos siempre hacia fuera y jamás hacia adentro. La coyuntura crítica que atravesamos en la Argentina hace unos años obliga a pensar las cosas de otro modo. Y ver cómo las coyunturas van cambiando el modo de pensar de quien las piensa. La experiencia post cacerolazo ?también la de los piquetes- la post post dictadura, es una serie de experiencias de cohesión, agrupamiento y pensamiento que realmente nos provoca y nos conduce a pensar las cosas de otro modo.

¿Proponés que cerremos los libros por un rato?

Me da la impresión de que cuando uno pasa a lo real la biblioteca se calla. Mejor ponerse a pensar de nuevo al pie de lo que pasa y no al pie de la letra. Eso por un lado es una bendición (porque pasan cosas) pero por otro lado es una maldición (porque vuelve obsoleto todo lo habías pensado antes). Daría la impresión de que la acción instituye una subjetividad nueva, distinta a la que estaba. El piquetero de hoy no lo era ayer, el que sale a la calle reclamando más seguridad o empleo o mejores hospitales no hacía eso en otros tiempos. Muchas madres de Plaza de Mayo eran, antes, simples amas de casa, sin mayores preocupaciones sociales o políticas.

¿Cómo entran en esta perspectiva los nuevos relatos históricos? ¿No podríamos inferir acaso que la tuya es una ficción orientadora, una más entre tantas?

Esa pregunta no admite una única respuesta. Yo podría decir que históricamente las ficciones que toman los hechos constitutivos los hacen devenir como tales. Es como si las ficciones generaran el objeto y le dieran un sentido. Pero realmente no sé si el modo actual de producir sentido es vía el relato y la ficción. No sé si en medio de la fluidez no cambia decisivamente el modo de producción de sentido. Me parece que el cambio es más drástico que el cambio de un relato por otro. Yo veo más el pasaje de una producción de pensamiento en términos de relato a una producción en términos de situaciones, lo cual para el historiador es un garrón atómico. Nosotros somos más relatores que el gordo Muñoz. Pero desde el punto de vista ya no del oficio sino desde la percepción de una novedad, es interesantísimo. En ninguna de las situaciones actuales se arma un gran relato que le de sentido a la situación vigente. Los relatos surgen más bien desde la gente misma, y pensando, que al revés. Es como si se pensara de este modo: dado que no sabemos adónde vamos, no tenemos por qué saber de dónde venimos. Apenas tenemos que pensar en dónde estamos.

¿Cambia también, en este contexto, la función del historiador?

La función del historiador... Admitamos que los historiadores nunca fuimos demasiado imprescindibles. Ahora, existe una función que yo descaradamente quiero copiarle a Marx que es la de, metido en un movimiento, pensar qué es lo que está activo y qué está agotado. Armar una historia no para establecer la secuencia del origen sino para cortar con ese origen y ver qué se produce como novedad. Marx ha estado siempre tratando de ver qué sigue vivo y qué está agotado. Historizar es dejar caer. Hay una frase con la que empieza el 18 Brumario que todo el mundo cita: Hegel dice que los hechos decisivos de la historia ocurren dos veces. Marx dice que Hegel se olvidó de anotar que si bien es así, la primera ocurre como tragedia y la segunda como farsa. A mí me da la impresión de que Marx, cuando se pone a hacer historia, trata de evitar que se produzca la segunda como farsa, evitar que opere el poder represivo de la tradición o la repetición. El dice: el peso de las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de las generaciones vivas. Y que hay que hacer historia dejando caer. Y conseguir que la novedad se instituya no por su procedencia sino por el modo en que está tramada hoy. En ese sentido toda esta dispersión de fenómenos que vemos en el mundo de hoy lleva a pensar cómo se construyen hoy esos sucesos. Ponerse a pensar de dónde vienen esos fenómenos, en cambio, es, a mi entender, perder el tiempo.

Cuando las asambleas barriales aún estaban vivas, algunos investigadores, pienso por ejemplo en José Pablo Feinmann, se animaron a intentar comparaciones con la asamblea ateniense. ¿Fuiste parte de ese grupo?

No tanto. Pero es verdad que mi pensamiento pasó por el mundo griego. Yo creía que sabía mucho de este tema porque estudié durante largo tiempo la dinámica de la asamblea ateniense (pese a que hice mi tesis sobre Esparta). Es interesantísimo porque los griegos inventan a la vez, en el mismo siglo, la política democrática, la tragedia, la historia y la sofística. Son como distintas herramientas para pensar una subjetividad políticamente libre. Durante mucho tiempo pensé la política de asamblea en términos de democracia directa frente a la representativa. La asamblea ateniense, cuando se reúne, es soberana ya que no existe poder alguno, en el cielo y en la tierra, que pueda decirle qué puede y qué no puede hacer; el estado siempre me había parecido como una condición externa que limitaba el poder de las asambleas. Lo que trabajosamente me di cuenta en tiempos de las asambleas barriales es que aquí el estado no sólo limitaba el poder de las asambleas diciendo esto se puede y esto no. Las limitaba más cuando las asambleas se dirigían al estado como el interlocutor principal, es decir, que una cosa es que no haya ningún poder sobre la asamblea y otra cosa es que la asamblea no cuente con ningún órgano de ejecución distinto a ella misma. Para mí lo más importante es que la gente reunida, si realmente quiere pensar libremente, prescriba solamente tareas que pueda cumplir.

¿Por qué pensás que el fenómeno asambleario terminó prácticamente deshecho?

Permitime, antes, hacer una digresión. En todos los libros de historia la idea de polis se traduce como ciudad-estado. Nuestras categorías políticas modernas están acostumbradas a distinguir entre sociedad y Estado, y entonces quieren reconocer en la polis esa diferencia, por eso dicen que están fusionadas. El Estado aparece en el ocaso de la Polis. Aristóteles dice: pasamos de la soberanía del demos a la soberanía de la ley, es decir, hay una ley por encima del demos. Ahí es donde la asamblea se autolimita en nombre de un poder trascendente. Pienso que acá las asambleas se empezaron a debilitar cuando comenzaron a postular tareas que no podían cumplir: repudiar el Fondo Monetario, declararse contra el hambre como si se tratara de soplar y hacer botellas, convertirse en virtual fuerza política, en fin, tareas todas que no estaban pensadas desde la asamblea y que, por otra parte, eran irrealizables en ese marco.

¿Y aquella idea tan atractiva y frustrada de que se vayan todos?

Yo creo que una de las tareas que en su momento se dieron las asambleas fue interpretar qué significa el que se vayan todos. Podían por un lado pensar que ese lema es objetivo y literal: tenemos la lista de los que se tienen que ir. Hay otra interpretación según la cual la consigna resulta sumamente ambigua. Entonces le deja al que la enuncia la libertad de darle un sentido y sostenerlo. Por ejemplo hace un tiempo vino de Ernesto Laclau una interpretación lacaniana: él decía que esa consigna llama al totalitarismo; el todos es imposible porque hay al menos uno, lacanianamente, que se exceptúa del todos. Sin embargo la consigna decía también "que no quede ni uno solo". Mejor sería considerar que todos ya se han ido de nuestra subjetividad. No son los usurpadores de un lugar potente: ese lugar se disolvió en el fluido. Y lo que hay de potencia es lo que está en la gente misma, no está en otro lado. Lo deseable sería que el estado cayera como condición subjetiva del pensamiento político; a partir de eso se pueden tramar otros lazos, otras potencias. Pero si alguien soñaba con que las asambleas o cualquier otra entidad por el estilo hubieran sustituido al estado, ese tipo sabe muy bien cuán perdido estaba. Una cosa es que los movimientos populares sean recipiente de nuestra ilusión. Muy otra es que sean un espacio habitable en el cual uno pueda devenir otro con otros.

¿A qué te referís con la idea de espacio habitable?

Hace poco, con un arquitecto, sacamos un libro titulado Arquitectura plus de sentido. La idea que planteábamos ahí es que un espacio es habitable solo si pasan dos cosas: el que lo habita se altera por habitarlo y el espacio se altera por ser habitado, o sea, si permite deformaciones de los dos lados. Por eso me parece que los espacios que aparecieron después del 19 y 20 de diciembre de 2001 fueron espacios habitables como no lo fueron los partidos, como no lo fue el Estado, como no lo fueron las organizaciones sindicales y ningún organismo ya constituido.

¿No estás idealizando a un movimiento acabado? Convengamos que ya no queda casi nada de nuestro pequeño Mayo Francés.

A ver: mi impresión es que, una vez desvanecido el Estado, nosotros pasamos a oscilar entre momentos muy intensos de encuentro y momentos muy desoladores de aislamiento. Antes de la oleada neoliberal no tuvimos colectivamente momentos tan grandes de desolación. Pero tampoco tuvimos estos momentos de encuentro en que uno siente que la cabeza nos funciona a mil. No recuerdo quién dijo que nada nos angustia tanto como la velocidad con la que se nos escapa el pensamiento. Y a mí a veces me da esa impresión: se piensa más de lo que mi cabeza puede pensar. La gran lección que nos dejó Heródoto, el primer historiador, es que el investigador está obligado a registrar lo que no comprende. Eso es lo opuesto a la actitud militante que consiste en anotar solamente aquello que se entiende y se aprueba y borrar todo aquello que no se entiende y no se aprueba.

¿Puede esbozarse una teoría de lo ocurrido aquí?

Prefiero pensar que no. No hay, por ejemplo, una teoría del piquete o de lo que fueron las fugaces asambleas de barrio. Son, o en algún caso fueron, formas indeterminadas, no consagradas como la huelga o las marchas de protesta. La gran provocación que ese movimiento le puso a las teorías es que lo que ocurre está absolutamente abierto; yo recomendaría a los intelectuales como yo que cierren los libros por un año, digo, una especie de default bibliográfico. Los libros esperan siempre. Mejor meterse en el movimiento de pensar con lo que se está pensando y no tratando de aplicar una teoría. Es como si algo de la vanidad intelectual estuviera saludablemente cayendo.

¿Sirve el marxismo hoy como instrumento de análisis?

Creo que ya le sacamos demasiado jugo a esos libros con barba; los leí, los conozco, los tengo en cuenta. Pero hay algo del pensamiento avaro que quiere conservarse frente a las circunstancias cambiantes. Y yo tengo la impresión de que el marxismo ya devino sentido común, las ideas de lucha de clases y plusvalía ya están en el lenguaje. Yo no necesito leer a Aristóteles para pensar en la idea de sustancia y accidente: eso ya está incorporado por la cultura. Gramsci decía que el destino de la filosofía es inscribirse en el sentido común. El marxismo ya está inscrito en el sentido común; pero podría haber un empecinamiento en hacer valer las categorías de análisis nada más que para no sacrificarlas. Yo leí una carta de Marx, no sé a quién, donde dice que como no sabemos qué porvenir nos espera, lo único que nos queda es una crítica despiadada del presente. Y esa crítica no se asusta ni siquiera de sus propias conclusiones.

En algún momento el marxismo fue visto como la gran teoría de la historia y sus evoluciones.

Una cosa es pensar que el marxismo es una teoría de la historia y otra es pensar que el marxismo es el nombre bajo el cual se articularon algunas prácticas revolucionarias. Que el marxismo tenga vigencia como teoría de la historia sin articular prácticas de transformación no tiene el menor interés. Sería una vigencia teórica que al mismo marxismo no le interesaría en lo más mínimo. Sería un pésimo destino para un tipo como Marx que dijo que los filósofos habían interpretado el mundo cuando de lo que se trata es de transformarlo. Que el marxismo siga vigente para interpretar las realidades y no para transformarlas sería como decir que no sigue vigente. Sería, para decirlo con otras palabras, el síntoma de salud de una enfermedad incurable.

Vivimos en una época que, por momentos, también pareciera incurable

Habría que ver. Esta es una época donde, por un lado, hay condiciones ideales para la libertad de pensamiento en el sentido de que los grandes instituidos vacilan. Por otro lado, el grado de devastación es tal que uno no puede darse el lujo de no pensar. En una reunión reciente alguien dijo: "los chicos se mueren de hambre, no tenemos tiempo para pensar". Yo diría que justamente porque los chicos se mueren de hambre no podemos darnos el lujo de no pensar. Porque si se están muriendo de hambre es porque todas las recetas que teníamos resultan inoperantes. Entonces hay que pensar, no es un lujo es un instrumento de primera necesidad. El que en medio de la catástrofe no pueda pensar su vida cotidiana, su trabajo, sus afectos, lo va a pagar o con delirios o con el corazón el cuerpo- o viendo cómo se va desamarrando de los demás. Pensar juntos y no suponernos desde lejos; si hacemos esto último naufragamos.

Sería un pensamiento estéril.

Por supuesto. Yo siempre digo que un lugar donde se labura mucho es un laboratorio, un lugar donde se mea mucho es un mingitorio y un lugar donde se supone mucho es un supositorio. Y suponer mucho es no pensar. Por eso digo que hay algo de la teoría que hace suponer demasiado y percibir poco. Y ahí yo tengo la impresión de que lo que está sucediendo en la realidad real habla a los gritos. Y que si no se lo escucha es porque se le está prestando demasiada oreja a los libros ya escritos.

¿Coincidís con los que hablan de cambiar el mundo sin tomar el poder?

La idea está buena...Pero no creo que, pensada a fondo, exista una realidad llamada el mundo que sea modificable. Hay situaciones y en cada situación lo que cambia es la situación y la subjetividad que la habita. Después si uno quiere mirar la totalidad como mundo (colocado en el portal de Dios) y pensar en que se puede cambiar...No sé. A mí la idea de cambiar el mundo me parece demasiado estatal. Me parece más razonable y activo transformar las situaciones.

Cambiar la vida.

Ahí me gusta más. Porque, ¿qué interés tiene cambiar el mundo si no podés cambiar la vida? Los espacios habitables no cambian "el" mundo que es una entidad divinasino "un" mundo que es una entidad humana. En el pasaje de cambiar nuestra situación a cambiar el mundo estoy poniendo unas exigencias herederas del pensamiento estatal que me quitan el devenir, la posibilidad de transformarme transformando algo a mi alrededor.

¿Y la Argentina?

Lo más interesante de nuestra situación es que está indeterminada. También la cohesión de los pactos de poder está indeterminada. Hay un quiebre total en el pacto menemista de dominación. Si le sacás el mango al martillo que se cruza con la hoz queda un signo de interrogación. El sistema de negocios que era el menemismo estuvo ligado a la primera oleada neoliberal, la de las privatizaciones. Eso ya está acabado. Ese sistema de enriquecimiento basado en el desguace del Estado ya está agotado. Al menos esta vez la historia no se repite. Veremos qué sigue. Y entonces volveremos a pensar.


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"Homo mexicanus": La marejada autónoma

Luis Hernández Navarro

ALAI AMLATINA, 05/04/2006, México D.F.- No cesa. La
marejada de movilizaciones contra la criminalización de los
inmigrantes en Estados Unidos no se detiene. Sonrientes, miles
de jóvenes toman las calles de imperio día con día, despliegan
banderas mexicanas y no ofrecen resistencia al ser arrestados
por la policía. Desobedientes, ignoran los llamados a no dejar las
aulas que les hacen políticos, religiosos y maestros.

Comenzó el pasado 7 de marzo en Washington. Cerca de 30
mil manifestantes latinos se hicieron escuchar en la
capital. Apenas 72 horas después, medio millón de
personas marcharon en Chicago. Desde entonces, día a
día, en grandes ciudades y pueblos pequeños, de costa a
costa y de frontera a frontera, los inmigrantes han hecho
que su voz se escuche fuerte.

Para las fuerzas conservadoras su pesadilla ha comenzado
a hacerse realidad. Los trabajadores indocumentados
reivindican en la calle un trato digno y derechos. Al
hacerlo se han convertido en un actor incómodo que se
metió de lleno sin invitación a la mesa de la política.
Las reglas del juego han cambiado.

La gran tragedia de la derecha imperial es que padece la
cuestión migratoria con enorme ambivalencia: para hacer
funcionar su economía necesita trabajadores, pero llegan
mexicanos; requiere fuerza de trabajo, mas cruzan la
frontera personas de carne y hueso. Y hoy, esos hombres
y mujeres han comenzado a decir que exigen que la
situación cambie.

Hacía ya tiempo que el ?homo mexicanus? se había
convertido en sospechoso en espacios urbanos degradados
por la pobreza, castigados por el crecimiento económico
limitado, la deslocalización industrial y el trabajo
precario. Las víctimas de la ?walmartización? observan
con suspicacia a los ?mojados? venidos del otro lado del
río Bravo. Y en esa mirada germinan la xenofobia y el
racismo.

El mito del inmigrante problemático, conflictivo y
delincuente creció dentro de Estados Unidos durante años
facilitado por la parálisis de la diplomacia mexicana,
pero también por la inacción de la izquierda. Los sin
papeles son vistos como una competencia desleal por
recursos escasos como trabajo estable, seguridad social y
vivienda. Son los chivos expiatorios a culpar por la
desestructuracion de los mercados de trabajo y la
expoliación de derechos. Se les responsabiliza por la
degradación de la convivencia y la inseguridad
ciudadana. Se asegura que son una amenaza a la cohesión
cultural y la democracia.

Pero no pueden prescindir de ellos. En la metrópoli, los
brazos y la fuerza de esos millones de hombres y mujeres
son necesarios de manera permanente y no un recurso
temporal. Puesto que existe una profunda identificación
entre trabajo precario y trabajo migrante, la labor de
los indocumentados no es la excepción, sino la norma.
Satisfacen la escasez de mano de obra. Aceptan salarios
baratos y duras condiciones laborales. Están dispuesto
a laborar horas extras y cubrir los turnos de noche.

Los emigrantes no son seres humanos. Son jornaleros
agrícolas, lavaplatos, mucamas, barrenderos,
trabajadoras domésticas, cuidaniños, albañiles, peones.
Son fuerza de trabajo, no hombres. Su función es
trabajar.

"Millones de personas están despojados de derechos porque
no pueden ser ciudadanos en el país de residencia",
escriben Setephen Castles y Alastair Davidson. Y,
efectivamente, no son ciudadanos, sino extranjeros no
autorizados, aunque reconocidos. Los ciudadanos poseen
derechos que los hacen miembros plenos de una sociedad
de iguales. Los sin papeles viven en una zona gris,
intermedia entre la extranjería y la ciudadanía: no están
autorizados, pero son reconocidos. Tienen familia, hijos
que van a escuelas, un empleo fuera de su país de
origen, pero no derechos equiparables a los de los
ciudadanos. Establecen una especie de "contrato social
informal" con sus comunidades de residencia.

En el mejor de los casos -como muestra el actual debate
en el Congreso de Estados Unidos- son aceptados como
trabajadores temporales adecuados a los requerimientos
del mercado de trabajo y culturalmente asimilables.
"Tenemos -dice el legislador republicano Bill Frist- que
hallar una forma legal para que los empleadores
encuentren a la gente que necesitan para mantener sus
negocios funcionando y que siga creciendo nuestra
economía". Es decir, a quienes han cruzado la frontera
se les niega su propósito. Un inmigrante es alguien que
tiene un proyecto de establecerse -por un tiempo o por
toda su vida- en el país al que se traslada. En cambio,
el trabajador huésped no debe aspirar a la residencia
estable.

Pero, ahora, los inmigrantes exigen ser personas y no
sólo fuerza de trabajo. Reclaman derechos y un trato
digno. Y, al luchar por ello, han mostrado que su
condición de excluidos no los condena a la debilidad
política. La amenaza de la deportación no les impide
movilizarse. La privación de bienestar material no los
encadena a la inacción. Las protestas los han
convertido, aún más de lo que ya eran, en un actor
político innovador.

El movimiento de los sin papeles, al igual que los
fenómenos migratorios, son hechos autónomos. Los
primeros han sido gestados al margen de partidos
políticos y actores externos, y se han dado su propia e
insustituible representación. Los segundos se
desarrollan de forma indiferente a las políticas de los
gobiernos y no pueden reducirse a las leyes de la oferta
y la demanda.

Ciudadano de frontera, el ?homo mexicanus? (junto a
inmigrantes provenientes de muchas otras naciones) llevó
a Estados Unidos como ofrenda diversos correctivos
comunitarios nacidos de sus fuertes lazos comunitarios y
familiares. A ellos ha añadido ahora, una vigorosa
reivindicación de dignidad y una fuerte inyección de
savia cívica. Ha levantado, además, un sano torbellino
de autonomía